Cuando pensamos en los condicionantes de la construcción, y pensamos -por ejemplo- en el agua como algo que no debe entrar en la vivienda, muchas veces infravaloramos su poder, lo imaginamos como algo que, en el papel, apenas molesta un poco. Para darse cuenta de lo que está manejando, todo estudiante de arquitectura debería, al menos una vez en la vida, coger una manguera con suficiente presión o un difusor, y regar alegremente la fachada de su casa, especialmente las ventanas y cualquier otro punto débil. Y sufrir un poco pensando que ¡uy! está mojando la casa. Y repetirlo, pese al horror de los demás y su propia reticencia, hasta comprender que efectivamente, cuando un edificio se diseña contra el agua, es que realmente funciona –o debería funcionar- de ese modo. El ejercicio complementario, también interesante, es quedarse dentro, tras la ventana, y soportar sin inmutarse el chorro a media presión que alguien pueda dirigir desde fuera con una manguera.
Sobre todo, con mucho caudal, ¡que corran ríos! Porque lo que funciona para cuatro gotas, funciona para un chorro continuo, ¿o no va a resistir la casa una lluvia “a mares”?
Y si por lo que fuera, el edificio víctima de tan ilustrativa práctica no funcionara correctamente y aparecieran humedades, el alumno podría aprovechar para comprender cómo se inician algunas patologías y cómo se reparan.
Y luego, una vez asumido esto, basta con aplicarlo mentalmente al proyecto que uno tiene entre manos. Imaginar el chorro de la manguera apuntando justo a la unión carpintería-recercado, o una tormenta de levante azotando la fachada (para edificios frente al mar), o la nieve cubriendo con varios metros de espesor toda la cubierta, o un tipo con lanzallamas tratando de incendiar el edificio, o un vendaval de 130 km/h silbando por las esquinas…
El método mental “del desastre” o de la puesta en carga no suele fallar: inmediatamente doblamos la eficacia de la solución constructiva en la que estábamos trabajando.