
No suelo salir a pasear solo, pero hoy, día de Reyes, he decidido acercarme a visitar a mi hermana y a su familia aprovechando este clima absurdamente cálido.
El camino pasa por algunos retales del tradicional secarral alicantino, áspero y polvoriento, hecho de antiguos bancales, depósitos de riego vacíos, árboles aislados y contrahechos, casas de campo ya sin cubierta ni ventanas, senderos espontáneos, vegetación pardusca y trocitos de plástico blanqueado por el sol.
El esqueleto de un espacio de segunda mano, primero antropizado con ánimo civilizador y luego abandonado por el mismo ser humano porque la civilización se había ido a otro lado. Un lugar que empieza y termina en carreteras secundarias, colinas cubiertas de piedras y vallas traseras de chalés, con sus muros blindados con un verde que está casi fuera de lugar.
Es como ir por el callejón trasero del mundo, pero al cruzarlo no veo un no-lugar, no veo un resto ni un vacío. Los años que pasé aquí de pequeño me hacen verlo como lo veía entonces.
Esa sensación de infinitud. El cielo sin nubes, el suelo sin ley y la brisa marina soplando más como un error del equipo de producción que como parte del paisaje. Y esa libertad de seguir (o no) caminos ramificados, atravesando sin mucha atención propiedades que no sabes de quién son y que por tanto asumes, sin más, que son tuyas.
Un páramo traidor que prometía ser campo pero nunca me dejó ver los animales que salían en mis libros de naturaleza. Juraría que aún lo oigo reírse, porque hasta su sonido parece estar hecho de crujidos y chirridos, con algún que otro solo trinado sobre el basso continuo de la autopista.
Un desierto sin mapa ni oasis donde, sin siquiera buscar, se podían encontrar cosas preciosas. Colonias apretadas de caracoles cubriendo ramas secas, ventanas con vidrios aún sin romper, piedras llenas de fósiles y toda clase de objetos abandonados. Objetos que se convertían en tesoros precisamente porque no valían nada y eso los hacía, como al propio paisaje, enteramente nuestros. Para utilizarlos, para destrozarlos, para lanzarlos o para sacarles piezas que añadir a cacharros que nosotros hacíamos funcionar a base de ingeniería de garaje o de pura imaginación.
Un lugar poco agraciado al que supongo que se lo perdonábamos todo porque nos regalaba la posibilidad y no pedía nada a cambio.
Y hoy se lo perdono de nuevo, y me lo llevo como regalo de Reyes mientras lo cruzo, de paso, y una parte de mí quiere quedarse a explorar.