Colisión imposible

Recuerdo una tarde de este verano… y la recuerdo pese a que en aquel momento decidí que lo mejor era olvidarla y evitarme el bochorno de contarla una y otra vez. Mis padres, por supuesto, no lo saben, porque quiero seguir haciendo windsurf con su consentimiento.

Llevaba unas horas navegando con aquel milagroso levante veraniego para 5’3, y estaba yo en el momento más placentero del día. El sol comenzaba a caer, a cuarenta grados ya de su meta entre los montes lejanos, y bañaba en oro el choppy recalentado y las cabezas tostadas de los bañistas. Cada largo era más idílico que el anterior.
Tranquilamente planeando, sin pensar en nada que no fuera dar una vuelta disfrutando del viento restante, salí por el carril de boyas, y unos cincuenta metros mar adentro, bajé la velocidad, hice una virada, y volví encarando la proa hacia las boyas adecuadas… algo que siempre hago medio a ciegas, mi vista no da para más. Todo perfecto, una mano rozando el agua en windsurfeliz placidez, las boyas ya a pocos metros, ya distinguía a la gente en el chiringuito…

Y de pronto, un golpe brutal en la botavara.

Un sonido como de metal contra metal, cerca de la escota.

Una fuerza poderosa me sacudió el aparejo y me lanzó, impotente, por los aires, hasta caer catapultado a barlovento, tumbado de espaldas sobre la vela, la cabeza contra la botavara y parpadeando de cara a la playa y al sol poniente. Tras los inevitables instantes de perplejidad total, desenganché el arnés y me deslicé hasta el agua, buscando a mi espalda con la mirada el ser, ente u objeto causante del encontronazo.

Y sí, allí estaba el monstruo, a tres o cuatro metros de mí, casi inmóvil.

Enorme… ¿10 metros? ¿Más? ¡Dios mío! ¡No era posible!

Pero sí, sí, allí estaba, ineludiblemente. Una auténtica y amenazadora mole blanca, con sus dos pisos de ventanas oscuras, sus cubiertas cuidadas de madera tropical y su escalerilla de aluminio en la proa, aún con la marca, supongo, de mi querida botavara.

«Un yate… coño, ¡un yate!»

Mi mente, bloqueada, le daba vueltas a la misma única idea.

«Joder, hay un yate enorme casi tocando mi vela… ¿me acabo de chocar con él?… ¿o se ha chocado él conmigo?… está claro que es real… pero ¿de dónde ha salido?… ¿ha estado siempre ahí?… ¡no estaba antes, estoy seguro!… ¿y si es un submarino?… pero…»

Tardé unos momentos en darme cuenta de que desde la espalda del enorme crustáceo, algunos metros más arriba, un tipo con gafas de sol estaba inclinado sobre la barandilla, gritándome algo en arameo. La conversación que siguió, del barco al agua y del agua al barco, con todos los pasajeros del tal Nessie mirando sorprendidos por la borda, apenas la recuerdo. Sólo recuerdo una cosa: lo difícil que resulta explicar a un patrón enfadado que no es que quisieras ponerte a tiro y por eso justo has virado y vuelto a pasar, sino que no has visto su pequeño barco de unos cuantos metros cúbicos de desplazamiento desde tu enorme tablón… de 98 litros.

«No se lo vaaaa a creeeer, peero eesqueee no le heeee vistooooo…»

Y peor aún: lo imposible que resulta sonar conciliador cuando tienes que comunicarte a gritos mientras las olas te zarandean con peligro de estampar tu frágil material contra el blindaje enemigo.

Un prudente

«VALE, LOOOO SIEEEEENTOOOOO, NO HA PASAAADO NADAAAA, PUEEEEDEEEEN CONTINUAAAAAR»

seguramente estaba llegando a oídos del guaperas en forma de algo así como

«TÚ DALE, ZOPEEEENCOOOO, HIJODELAGRAAANCHINGADAAAAA, VETEEE YA A CAGAAAAAAR»…

Juro que le pedí disculpas quince o veinte veces, y el jurará que lo insulté otras tantas. Al final, cansado de la situación, con mis neuronas a punto de estallar por el esfuerzo y aunque aquel seguía gritando algo (ahora en bengalí cerrado), giré la vela, hice el waterstart más veloz de mi vida, y salí zumbando hacia las boyas salvadoras, donde el monstruo no iba a seguirme.

Cuando por fin puse pie en el fondo limoso de la playa, me sentí como Colón pisando América. Miré alejarse el yate, con la mismas preguntas golpeando en mi mente (¿cómo coñ..? ¿de dond…? ¿por qué caraj…?) y finalmente me volví, derrotado, hacia los -afortunadamente pocos- espectadores que esperaban en la orilla.

«¿¡Qué miráis!?»

2 comentarios

JToledo 3 abril 2007 Contestar

Esta anécdota está sacada del foro de TotalWind.net, donde la puse por primera vez.

Inolvidable. Hay que ser despistado… xD

Miss Sinner 7 abril 2007 Contestar

JAJAJAJAJAJAJAJAJA!!
Entre El Responsable y tú, me vais a matar esta mañana XDDD Me parto XD

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