Volver al mar

Tarde o temprano tendré que volver al mar.

Cuando digo esto, no os confundáis. Es fácil interpretar que lo echo de menos porque lo amo, porque que crecí con él y porque en él me siento como en casa.

Pero no. En casa me siento cómodo y seguro. Nunca, nunca me he sentido cómodo o seguro en el mar.

Yo al mar le temo. Incluso cuando, en un día tranquilo, veo la luz evocando paraísos sobre la arena del fondo, le temo. Y ha habido algún lugar, algún momento, en que he tenido miedo de verdad. Miedo a su movimiento, o a los misterios que contiene, o a mi propia insignificancia reflejada en un espejo que no deja de romperse.

Al mar le he dedicado mis insultos más salvajes, mis dientes más apretados y mis puños más cerrados. El mar saca lo peor de mí, lo expone al viento y lo diluye en su total indiferencia.

Yo al mar lo necesito. Lo necesito porque ese sobrecogimiento que me provoca me arranca de mi confortable lugar en el mundo y me limpia por fuera y por dentro. Porque cuando me muevo por encima (siempre sólo por encima) de su piel móvil, deslumbrado por su brillo y sacudido por la potencia del músculo que hay debajo, siento la tensión del funambulista sobre el vacío, del caminante sobre las brasas. Del navegante sobre las olas.

Y cuando la aleta de mi tabla corta una ola y su sangre límpida, fría y salada me salpica la cara, siento el júbilo afilado de quien atraviesa el miedo con un tajo, y otro, y otro, de libertad.

Su belleza no es fácil, su juego no es inocuo, y yo necesito pasar sobre él y a través de mí mismo, una y otra vez, para poder admirar el mundo y tomar otra bocanada de vida.

Por eso, tarde o temprano, tendré que volver al mar.

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